11 de noviembre 2018
Mis esperanzas de ver el pueblo azul de Chefchaouen van a tener que esperar al fin de semana ya que hoy se presenta un día movidito de trabajo. El despertador suena a las siete y media y después de una ducha fría, voy a la cocina a por mi dosis diaria de café. Allí las miradas de Marina y de dos otros chicos me siguen nada más entrar a la habitación.
“Hola, yo soy Álvaro.”
“Y yo Mario.”
“Y yo Marina” - dice guiñandome un ojo.
“Qué graciosa tú. Hola, soy Alba, perdón por anoche, estaba agotada y fui directamente a la cama.”
“Ostras, ¿Alba Hernández? ¿La de Royal?” - pregunta el primer chico.
“Si, la misma. Aunque como ya sabéis, ya no existimos como empresa, así que simplemente Alba. ¿De dónde sois vosotros?” - pregunto rápidamente para disipar más preguntas sobre mí.
“De Valencia” - dice Mario.
“Yo, de Oviedo” - apunta Álvaro - “Aunque los dos estudiamos juntos la carrera de educación social en Madrid, este año, nos lo estamos tomando medio sabático antes de acabar la carrera el curso próximo. Ya sabes, para ganar experiencia y ayudar un poco al mundo.”
Sí, lo sé exactamente. Así de positiva me sentía yo cuando me mudé a Londres a perseguir mi sueño. Álvaro y Mario tienen un aspecto similar, los dos son de estatura media, unos veinte años y con el pelo castaño cortito que contrasta mucho con la mata rizada rubio platino de Marina. Mario lleva una especie de rastras o extensiones que le caen por el cuello hasta mitad de espalda y que están decoradas con anillas de diversos colores y tamaños. Álvaro es más consevador en su estilo de pelo, pero apunta maneras en su vestimenta con su camiseta oversized del Che Guevara y sus pantalones con parches y rotos a la altura de las rodillas.
“Vamos, bébete eso que nos tenemos que ir. Estamos a veinte minutos en coche, conduzco yo” - anuncia Álvaro.
En el coche, los chicos nos ponen al día de todo. Ellos llevan ya un mes de voluntarios y trabajan sobre todo en la ampliación del centro, donde Ali y su equipo quieren crear un espacio para las familias de los niños que van al centro por el día. “Aquí les damos de comer, les enseñamos mates, leer y escribir y un poco de biología y geografía. Hay tres grupos según la edad de los guajes. Básicamente somos un cole y un refugio para los niños con dificultades y discapacidades de pueblos rurales cercanos que no tienen acceso a una educación adecuada a sus necesidades aquí.” Álvaro no para de darnos información y más pronto que tarde desconecto de lo que nos está contando. El coche que conducimos me da poca seguridad y las carreteras que cruzamos menos aún, pero al escuchar lo que nos comenta Álvaro empiezo más a preocuparme por lo que puedo encontrar en el centro. Pienso en la llamada de mi madre. Quizás aún no sea tarde para dejarlo todo, aceptar mi derrota y volver a casa. Al fin y al cabo, mis padres tienen razón. Me hago mayor y no tengo nada fijo en la vida. He perdido tanto, que incluso he perdido la ilusión y la fuerza para seguir adelante. Esta aventura en Marruecos es mi último intento antes de terminar con todos mis ahorros, aceptar mi destino y volver a casa de mis padres.
“Llegamos”
Aparcamos fuera de un edificio de muros gruesos blancos de una sola planta. En el centro hay un portón pintado de azul y unas grandes ventanas a sus lados del mismo color. Delante del edificio hay una especie de patio con un columpio y unas macetas donde parece haber algunos tomates y especias.
“Ah, ya estáis aquí los cuatro fantásticos” - aparece Ali, de mejor humor que anoche por lo que se ve. “¿Habéis dormido bien?” - y en su estilo, sin esperar a nuestra respuesta, continúa - “Mario, tú te llevas a Marina y le presentas a la clase de primero. Y tú Álvaro, coges a Alba y la llevas a la clase de segundo. Hoy simplemente observad, hablad con los niños y conoced las instalaciones. Mañana ya os pondremos a trabajar duro. Besaha.” - concluye con una sonrisa para sí mismo, más que para nosotras.
Cuando entramos al aula de segundo ya hay siete niños y seis niñas de unos nueve años esperando dentro, los niños sentados en la fila de delante y las niñas detrás de ellos. La clase está al final del pasillo principal y dentro hay unas mesas alargadas con unos banquetes, una pizarra de tiza y una gran ventana abierta que da a lo que parece un huerto. A pesar de la simpleza de la habitación, la pieza es muy agradable ya que la luz natural que entra de la ventana se refleja en las paredes que están todas pintadas de murales con motivos florales de colores vivos. La pared del fondo es la que más llama la atención nada más entrar, ya que en el centro hay una enorme margarita amarilla que ocupa todo el ancho del muro y que me recuerda inevitablemente a la manta de mi cama.
“¿Eres nuestra nueva profe?” - me pregunta una niña que estaba escondiéndose detrás de mí.
“Si, más o menos. ¿Cómo te llamas?”
“Naila”
“Qué nombre tan bonito tienes, soy yo Alba”
“¿Te sientas conmigo Alba? Vamos a tocar el darbuka y hacer matemáticas pero siempre me equivoco”
“Seguro que no es cierto. A ver, enséñame tu cuaderno.”
La mañana pasa en un instante y antes de querer darme cuenta ya hemos estudiado mates, leído un cuento en árabe y otro en español, tocado el darbuka, una especie de tambor marroquí y recogido los tomates del huerto. Los niños parecen llevarse muy bien entre sí y con Álvaro y su profesora principal, Halima, la cofundadora de la fundación. El ambiente es tranquilo en el aula pero el ritmo nunca es monótono, siempre hay alguna actividad en marcha. Paso la mayor parte de la mañana sentada entre Naila y su prima Kalila hasta que Ali viene a por mí para enseñarme el resto del centro junto con Marina.
“Estas son las tres aulas que tenemos y aquí a la derecha hay una sala que la usamos de biblioteca y de taller al mismo tiempo. Gracias a Halima, el año pasado conseguimos una buena subvención de Europa y así como véis allí fuera estamos trabajando en el anexo para ampliar un poco. Álvaro y Mario me ayudan mucho en esa parte y junto a ellos, Halima y yo damos clases a los niños. Con vuestra ayuda vamos a poder ofrecer unas plazas más. Somos aún una fundación pequeña pero tenemos pensados muchos proyectos de colaboración...”
Marina y yo nos intercambiamos alguna mirada mientras que Ali nos sigue contando sus planes de expansión en los que lleva trabajando ya medio año. Ali es lo que llamaríamos en Inglaterra un workaholic, todo su mundo se centra en su fundación. No lo culpo, a mi me pasaba lo mismo. Cuando creas algo, todo el peso del negocio cae sobre tus hombros y lo único que cuenta es tener éxito, ser el mejor y que te validen tu trabajo. Estamos a punto de sentarnos a comer cuando mi móvil empieza a vibrar, miro la pantalla pero es un número oculto así que dudo en responder o no.
“Deberías cogerlo, normalmente no tenemos buena señal aquí, así que si la ha captado tu móvil por algo será.”
Siguiendo el consejo de Ali, me alejo un poco de ellos y respondo. Al otro lado de la línea, mi peor pesadilla. Mis manos se ponen a temblar al escucharle y mi cabeza empieza ligeramente a dar vueltas. Siento una opresión en el pecho y como mi corazón late cada vez más rápido. Intento respirar profundamente, pero no lo logro y cada vez me falta más la respiración. El cuello y las mejillas me arden de calor y ya no puedo entender nada más de lo que oigo por el teléfono. Los dedos se me agarrotan y se me escapa el móvil. Un escalofrío me sube por el estómago. Los ojos se me humedecen y las lágrimas están apunto de salir. De repente todo se calma. Blanco total. Me desvanezco.
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