Un ruido tímido me despierta de mis más profundos sueños. Abro los ojos y mis manos intentan alcanzar el móvil. Efectivamente, son las ocho de la tarde. ¿Cómo he podido dormir tanto? Aún medio aturdida, me pongo mis gafas y mi sudadera y me dirigo a la ventana. Fuera ya se escuchan las palmadas típicas de estas semanas, y yo, como todos los días, la abro y me sumo a esta rutina diaria. Es un acto automático, sin mayor reflexión de mi parte, eso ya terminó tras la primera semana. Aprovecho para mirar a mis vecinos de enfrente que sonríen y hasta me saludan. No es que seamos amigos, pero supongo que se compadecen de verme sola día tras día en mi pequeño apartamento. El tiempo parece acompañar el luto que se ha instalado en nuestro pueblo, en nuestro país. El cielo está cubierto de nubes e incluso parece querer llover, pero no lo hace por el momento, como si la lluvia quisiera respetar el silencio impuesto que sólo puede romperse con las palmadas del vecindario.
Las ocho y dos minutos. Vuelve el silencio. Mientras que mis vecinos cierran sus ventanas y balcones, a mi me gusta quedarme a contemplar el vacío un poco más. Es raro ver las calles solitarias, pero es aún más extraño que esto se haya convertido en nuestro normal. Abajo, en la calle, puedo ver a un par de gatos que corren libremente el uno detrás del otro, como si estuvieran jugando al pilla pilla, como si fueran ajenos a la tragedia de tantos. Al menos alguien se divierte todavía. Una brisa inesperada me roza por el cuello y me hace dar un pequeño salto y cerrar la ventana de inmediato. Y así, vuelvo a la soledad de mi piso, al silencio y a la comodidad, relativa, de mi usado sofá. Enciendo la televisión y pretendo ver las noticias, mientras que lo que en verdad hago es mirar las redes sociales en mi móvil. Tras dar los debidos ‘me gusta’ a las comidas de mis amigas en Instagram y el ‘haha’ a los memes que me manda mi hermana dejo el móvil en la mesa y me preparo de cenar. Nada muy elaborado. No esta noche. Veo que aún me queda pollo de este mediodía y algo de pan y lechuga, así que improviso un bocadillo poco digno de una publicación en línea. ¿Qué obsesión tiene la gente por mostrar sus comidas en Instagram? Supongo que ya que no pueden mostrar ni sus viajes ni sus fiestas, ahora la gente se ha convertido en masterchefs, en masterfitness, en mastermanitas. No es por criticar, ojalá tuviera yo su motivación. Decir cómo paso los días últimamente sería difícil, más bien, se puede decir que los días pasan por mi. Uno tras otro. Sin pausa. Sin ritmo. El mundo se ha parado y aunque muchos siguen sus viajes como pueden, mi tren parece haberse quedado sin combustible, y así, me encuentro atascada en un lugar de mi vida estático, árido. En mi mente me imagino a menudo bajando de este tren, sóla, en pleno desierto, y grito a viva voz, y nadie me escucha. El primer plano de la cámara se va alejando de mi, primero despacio, y después más rápidamente, hasta que ya no formo parte de su objetivo y se pierde en la inmensidad del globo terrestre. Y así, termina siempre mi película. Al menos, la de mis sueños recientes.
Las ocho y dos minutos. Vuelve el silencio. Mientras que mis vecinos cierran sus ventanas y balcones, a mi me gusta quedarme a contemplar el vacío un poco más. Es raro ver las calles solitarias, pero es aún más extraño que esto se haya convertido en nuestro normal. Abajo, en la calle, puedo ver a un par de gatos que corren libremente el uno detrás del otro, como si estuvieran jugando al pilla pilla, como si fueran ajenos a la tragedia de tantos. Al menos alguien se divierte todavía. Una brisa inesperada me roza por el cuello y me hace dar un pequeño salto y cerrar la ventana de inmediato. Y así, vuelvo a la soledad de mi piso, al silencio y a la comodidad, relativa, de mi usado sofá. Enciendo la televisión y pretendo ver las noticias, mientras que lo que en verdad hago es mirar las redes sociales en mi móvil. Tras dar los debidos ‘me gusta’ a las comidas de mis amigas en Instagram y el ‘haha’ a los memes que me manda mi hermana dejo el móvil en la mesa y me preparo de cenar. Nada muy elaborado. No esta noche. Veo que aún me queda pollo de este mediodía y algo de pan y lechuga, así que improviso un bocadillo poco digno de una publicación en línea. ¿Qué obsesión tiene la gente por mostrar sus comidas en Instagram? Supongo que ya que no pueden mostrar ni sus viajes ni sus fiestas, ahora la gente se ha convertido en masterchefs, en masterfitness, en mastermanitas. No es por criticar, ojalá tuviera yo su motivación. Decir cómo paso los días últimamente sería difícil, más bien, se puede decir que los días pasan por mi. Uno tras otro. Sin pausa. Sin ritmo. El mundo se ha parado y aunque muchos siguen sus viajes como pueden, mi tren parece haberse quedado sin combustible, y así, me encuentro atascada en un lugar de mi vida estático, árido. En mi mente me imagino a menudo bajando de este tren, sóla, en pleno desierto, y grito a viva voz, y nadie me escucha. El primer plano de la cámara se va alejando de mi, primero despacio, y después más rápidamente, hasta que ya no formo parte de su objetivo y se pierde en la inmensidad del globo terrestre. Y así, termina siempre mi película. Al menos, la de mis sueños recientes.
Otro nuevo ruido proveniente de mi ventana me vuelve a sorprender. Es ya bien entrada la noche y muchos vecinos deben de estar durmiendo a estas horas. Me arropo en mi manta y me asomo de nuevo a la ventana. Todavía hay algunas luces encendidas y he de decir que no me sorprende que no sea yo la única con problemas de insomnio estos días. Vuelve a sonar ese ruidito pero no logro entender de dónde viene, es cómo si unos granizos estuvieran golpeando ligeramente mi ventana. La abro y miro bien. Nada arriba. Nada abajo. No graniza y realmente empiezo a pensar que tengo alucinaciones.
“A tu derecha vecina” - se oye decir.
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Y allí estaba ella. Parecía sorprendida de verme. Yo no. Cómo decirle que mi momento más feliz del día era observarla a las ocho. Siempre perdida en sus pensamientos, nunca miraba a los lados, simplemente arriba, abajo y en frente. Yo apreciaba enormemente los rasgos izquierdos de su cara, como sus rizos le caían por detrás de su oreja y como el color de sus labios complementaba tan bien a sus mejillas rosadas. Pero verla así, mirándome de frente, me hacía aún más remarcar su belleza y ternura. No sé cómo había tenido la valentía de tirar piedrecitas a su ventana, pero veía cierta tristeza en ella hoy y quería animarla. Ella, Marina, según ponía en su buzón de correos, parecía un poco confusa con la situación. Yo, en mi solitud, podía empatizar con ella. Hace ya tanto tiempo que nadie me miraba con aquellos ojos hambrientos de curiosidad. Y sin querer romper ese momento, esa mirada curiosa, sin decir más palabras, alcancé mi guitarra y empecé a tocar los acordes. Unos acordes suaves y bien conocidos, un C G C G. Un “I heard there was a secret cord”. Un himno. Un Hallelujah. Sólo pretendía que olvidasemos la rutina y que por unos minutos no fuésemos víctimas de una pandemia, sino dos chicas normales.
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Esta vecina, de la que ignoraba su existencia hasta hace tres minutos, me acaba de tocar la versión más bonita que jamás haya escuchado del Hallelujah, y versiones, las hay miles. Su voz es delicada e intencionada. No puedo controlar las lágrimas que se me escapan de los ojos. La verdad es que no se qué decir. Las palabras no me llegan a los labios, es como si se hubieran quedado a medio camino entre mis pensamientos y mi boca. Quiero decir gracias. Quiero decir que es lo más bonito que he escuchado nunca. Quiero decir tanto que al final no digo nada. Me seco las últimas lágrimas que corren aún por mis mejillas y asiento en forma de gratitud. Casi ni me percato que los vecinos de enfrente se han sumado al concierto y están aplaudiendo entusiasmados al final de esta preciosa canción. Mientras estoy ahí en mi ventana incrédula, puedo admirar su rostro que tiene algo de especial. Hay un brillo en sus ojos que refleja la luna en creciente. Su pelo es liso pero cuando cae sobre sus hombros hace una pequeña curva que encuentro bastante dulce. Sin saber qué decir o hacer, aún sorprendida por este acto de humanidad sonrío a mi vecina como para darle las gracias de nuevo. Cierro mi ventana y me preparo para dormir. Esta noche lo hago con un sentimiento nuevo, con una cierta ilusión que hacía ya mucho que brillaba por su ausencia. Ya recostada en mi cama, pongo la mano en mi pared, aquella que debe dar al piso de mi talentuosa vecina. Susurro gracias y por una vez en muchas semanas se que no soñaré estar sóla en este tren. Quizás salir de la oscuridad no sea imposible. Quizás el final de este episodio de nuestras vidas esté cada vez más cerca. Vuelvo a susurrar “gracias vecina, hasta mañana”.
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Verla llorar me perturbaba un poco, pero sabía que eran lágrimas de alegría y esperanza cuando la ví sonreír y asentir en reconocimiento. Ya en mi cuarto, me sentía feliz de haber tenido el valor de tocar para ella. Tumbada en mi cama, puse la mano en mi pared, aquella que debe dar a su piso. Susurré gracias y por una vez en muchas semanas se que no tendría malos sueños. Quizás salir de la oscuridad no sea imposible. Quizás sea un comienzo de un nuevo episodio de nuestras vidas. Volví a susurrar “gracias vecina, hasta mañana”.
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Gracias querido lector. Espero que llenes tus días de confinamiento con momentos únicos y especiales con tu familia. Escrito inspirado por este vídeo. Preciosa canción. Ánimo a tod@s.
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