“Dame un minuto por
favor.”
“No,
tienes que volver a la caravana.”
En
el fondo, era consciente de que su voz, tan autoritaria como siempre, demandaba
lo sensato. Pero a veces es lo que dicen, que cuando el corazón arde la razón
siempre busca algún un culpable.
Me
quedé allí tirada en el suelo, dejando que la lluvia me cubriese entera, que el
frío invadiera el último resquicio de mi cuerpo y que la hostilidad del viento me
golpeara con bruteza el rostro. Y es que ya no me quedaba nada ni nadie por lo
que seguir viviendo: ni seres queridos, ni esperanza, ni expectativas. ¿Por qué
amarrarte a la vida cuando ya no queda nada que sea digno de vivir? Sentir la
fuerza de la naturaleza en forma de lluvia y viento es lo único que en este
momento me recordaba que seguía viva, aunque no conseguía decidir si quería
seguir sintiéndola.
A
pesar de que era consciente que Rick en el campamento me observaba, me eché las
manos al cinturón y saqué el revolver que me había sido entregado el día que
llegaron las municiones. Estaba segura que aquí, en este mundo de muertos, no
quedaba nada más que un puñado de personas que sin esperanza alguna seguían aguantando
el tirón por sus mujeres, maridos o niños. Coloqué la pistola en mi oído, como
había visto que se hacía con los caminantes. Cerré los ojos e intenté
visualizar si me quedaba algo, alguna cosa mínima a la que aferrarme. En mi
mente aparecieron mis seres queridos, todos muertos ahora. También vi mi casa,
nueva, recién comprada y aún con cajas por deshacer de la mudanza, tal como la
dejamos antes de huir de Portland. Recordé las horas diarias que pasaba en el
hospital ayudando a la rehabilitación de pacientes.
Pero
mis recuerdos acababan allí, no incluían los horrores del último mes ni los
caminantes que devoraron a mis hijos y que, hace tan sólo unas horas, hacían lo
mismo con mi marido. Mis recuerdos también evadían los llantos de los
compañeros del campamento, el olor a sangre y mugre que impregnaba nuestras
ropas día tras día, el miedo que pasábamos todas las noches o el hambre que
acaba con las últimas energías que quedaban en nosotros.
Esto
no era vida, ni siquiera supervivencia, pues no había nada por lo que luchar.
Fue así, con los ojos cerrados, pensando en lo maravillosa que era mi vida hace
tan sólo unos 30 días, que sujeté el arma firme, apreté el gatillo y desvanecí
para siempre.
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